martes, 14 de mayo de 2013

Todo sucedió tan rápido


Analía Pascaner
Nació en Buenos Aires. Reside en Catamarca, Argentina

    Mi esposo me pidió que llevara un abrigo y saliera de la casa porque se venía el agua. Mi mirada se paralizó en su rostro, observé a mis hijos de tres y cinco años en sus brazos y sin preguntar siquiera, alcé a mi bebé y seguí a mi marido. Nos abrimos paso y caminamos entre la correntada hasta que alguien detuvo su camioneta para sacarnos del barrio.

Salí de mi hogar para adentrarme en un mundo de espanto y caos. En la calle me aturdieron el sonido de las sirenas y los gritos desgarrantes. Por las calles circulaban en forma desordenada ambulancias, coches de policía y otros vehículos, algunos con lanchas a remolque. Unas personas corrían atropellando y pidiendo ayuda, otras permanecían quietas gritando nombres. Familias abrazadas sin saber adónde ir. Hombres encaramados en los techos de sus viviendas. Y la ciudad en tinieblas bajo una lluvia torrencial.

El agua: protagonista principal. El agua arrasando las pertenencias. El agua borrando los recuerdos. El agua ahogando las ilusiones. El agua tragando los hogares. El agua cobrando vidas. El agua, monstruo devorador que nos hundió a todos en su gigantesco remolino de devastación.

Seguía paralizada mientras me alejaba del horror. La angustia me invadió más tarde, cuando nos encontramos amontonados en los patios y aulas de una escuela. La tristeza al ver el rostro de quienes llegaban buscando familiares y se marchaban desolados. La desilusión al observar el cielo gris plomizo cada noche y comprobar que al otro día la lluvia nos acompañaría. La aflicción al conocer la desesperación de quienes se quedaron en los techos y luego pedían ser rescatados pues el agua helada ya cubría sus piernas. La impotencia al saber de aquéllos que no tuvieron la menor posibilidad de salvación.

Por las noches casi no dormía, abrazaba a mis hijos, sus caritas contraídas en un sueño intranquilo. La tibieza del brazo de mi esposo sobre mis hombros me envolvía con incierta seguridad. Me rodeaban rostros de desolación, tristeza, dolor, impotencia, preocupación, rabia, soledad y el llanto desgarrador constante. La ropa empezaba a formar parte de mi piel humedeciéndome hasta el alma. A lo lejos una radio transmitía nombres de instituciones convertidas en centros de evacuados y me recordaba que había gente desaparecida, así como todos aquellos artículos que necesitábamos para sobrevivir en medio de esta tragedia. Sin embargo las necesidades del corazón no se podían expresar, no se transmitían por ninguna radio: nadie las cubriría, nadie taparía los huecos del dolor.

      Poco a poco nos fuimos acomodando y reconociendo unos a otros, aprendiendo a convivir y a compartir. Pronto reconocimos a quienes pretendían estar en un hotel y exigían cierta deferencia. Otros sólo dormían: la forma más sencilla para no pensar, no sentir. La solidaridad de la gente nos proporcionó algún tipo de bienestar físico y también nos reconfortó, con su calidez nos secó la humedad del cuerpo y nos acarició el corazón.

      La bronca me estremecía cuando escuchaba acerca de los saqueos cometidos por los buceadores nocturnos. Retenía con mayor fuerza a mis hijos cuando observaba el rostro deshecho de quienes no encontraban a sus allegados; mi pecho se cerraba cuando una voz entrecortada rogaba: “por favor… tal vez hubo un error, por favor… tal vez no lo vio en la lista, por favor… busque otra vez”. Todavía los escucho clamar por sus seres queridos, todavía oigo el lastimoso “por favor… por favor…”, con un deseo vívido en sus palabras: “por favor… hermano querido, madre mía, hijo amado, que estés vivo por favor…”.

      Ya pasaron varios días y el agua está bajando. Algunas personas volvieron a sus casas para comenzar con la penosa y lenta reconstrucción. Observo regresar vencidos a quienes susurrando cuentan: “Afuera sólo hay barro y mal olor”; hablan de viviendas asoladas, saqueadas, y lo poco que quedó se reduce a trapos, trozos de madera, suciedad y más suciedad. Todo, todo destruido.

      Sonrío cansadamente al mirar a mis hijos y a mi esposo. Le agradezco a Dios, a la vida, al destino, por estar juntos y vivos. Agradezco porque sobrevivimos a la desesperación, la angustia, la impotencia y la tristeza de la pérdida material. Agradezco por la gente solidaria, por el sol, por la vida.

      Sí, todo sucedió tan rápido… Y aunque de nuestra casa no queda absolutamente nada, me siento afortunada porque jamás perdimos nuestro hogar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario