Analía
Pascaner
Nació en Buenos
Aires. Reside en Catamarca, Argentina
Mi esposo me pidió que llevara un
abrigo y saliera de la casa porque se venía el agua. Mi mirada se paralizó en
su rostro, observé a mis hijos de tres y cinco años en sus brazos y sin
preguntar siquiera, alcé a mi bebé y seguí a mi marido. Nos abrimos paso y
caminamos entre la correntada hasta que alguien detuvo su camioneta para
sacarnos del barrio.
Salí de mi hogar para adentrarme en un
mundo de espanto y caos. En la calle me aturdieron el sonido de las sirenas y
los gritos desgarrantes. Por las calles circulaban en forma desordenada
ambulancias, coches de policía y otros vehículos, algunos con lanchas a
remolque. Unas personas corrían atropellando y pidiendo ayuda, otras
permanecían quietas gritando nombres. Familias abrazadas sin saber adónde ir.
Hombres encaramados en los techos de sus viviendas. Y la ciudad en tinieblas
bajo una lluvia torrencial.
El
agua: protagonista principal. El agua arrasando las pertenencias. El agua
borrando los recuerdos. El agua ahogando las ilusiones. El agua tragando los
hogares. El agua cobrando vidas. El agua, monstruo devorador que nos hundió a
todos en su gigantesco remolino de devastación.
Seguía
paralizada mientras me alejaba del horror. La angustia me invadió más tarde,
cuando nos encontramos amontonados en los patios y aulas de una escuela. La
tristeza al ver el rostro de quienes llegaban buscando familiares y se
marchaban desolados. La desilusión al observar el cielo gris plomizo cada noche
y comprobar que al otro día la lluvia nos acompañaría. La aflicción al conocer
la desesperación de quienes se quedaron en los techos y luego pedían ser
rescatados pues el agua helada ya cubría sus piernas. La impotencia al saber de
aquéllos que no tuvieron la menor posibilidad de salvación.
Por
las noches casi no dormía, abrazaba a mis hijos, sus caritas contraídas en un
sueño intranquilo. La tibieza del brazo de mi esposo sobre mis hombros me
envolvía con incierta seguridad. Me rodeaban rostros de desolación, tristeza,
dolor, impotencia, preocupación, rabia, soledad y el llanto desgarrador
constante. La ropa empezaba a formar parte de mi piel humedeciéndome hasta el
alma. A lo lejos una radio transmitía nombres de instituciones convertidas en
centros de evacuados y me recordaba que había gente desaparecida, así como
todos aquellos artículos que necesitábamos para sobrevivir en medio de esta
tragedia. Sin embargo las necesidades del corazón no se podían expresar, no se
transmitían por ninguna radio: nadie las cubriría, nadie taparía los huecos del
dolor.
Poco a poco nos fuimos acomodando y
reconociendo unos a otros, aprendiendo a convivir y a compartir. Pronto
reconocimos a quienes pretendían estar en un hotel y exigían cierta deferencia.
Otros sólo dormían: la forma más sencilla para no pensar, no sentir. La
solidaridad de la gente nos proporcionó algún tipo de bienestar físico y
también nos reconfortó, con su calidez nos secó la humedad del cuerpo y nos
acarició el corazón.
La bronca me estremecía cuando escuchaba
acerca de los saqueos cometidos por los buceadores
nocturnos. Retenía con mayor fuerza a mis hijos cuando observaba el rostro
deshecho de quienes no encontraban a sus allegados; mi pecho se cerraba cuando
una voz entrecortada rogaba: “por favor… tal vez hubo un error, por favor… tal
vez no lo vio en la lista, por favor… busque otra vez”. Todavía los escucho
clamar por sus seres queridos, todavía oigo el lastimoso “por favor… por
favor…”, con un deseo vívido en sus palabras: “por favor… hermano querido,
madre mía, hijo amado, que estés vivo por favor…”.
Ya pasaron varios días y el agua está
bajando. Algunas personas volvieron a sus casas para comenzar con la penosa y
lenta reconstrucción. Observo regresar vencidos a quienes susurrando cuentan:
“Afuera sólo hay barro y mal olor”; hablan de viviendas asoladas, saqueadas, y
lo poco que quedó se reduce a trapos, trozos de madera, suciedad y más
suciedad. Todo, todo destruido.
Sonrío cansadamente al mirar a mis hijos y
a mi esposo. Le agradezco a Dios, a la vida, al destino, por estar juntos y
vivos. Agradezco porque sobrevivimos a la desesperación, la angustia, la
impotencia y la tristeza de la pérdida material. Agradezco por la gente
solidaria, por el sol, por la vida.
Sí, todo sucedió tan rápido… Y aunque de
nuestra casa no queda absolutamente nada, me siento afortunada porque jamás
perdimos nuestro hogar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario